Abdicación constitucional
JOSÉ MIGUEL ALDUNATE Director de Estudios, Observatorio Judicial
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JOSÉ MIGUEL ALDUNATE
Quienquiera que haya trabajado en una repartición pública reconocerá este fenómeno psicológico: en cuanto una persona ingresa a un órgano del Estado -un ministerio, la Contraloría, el Consejo para la Transparencia o una municipalidad- adopta de inmediato la agenda institucional de dicho organismo como si fuera propia. De pronto, todos piden más presupuesto, todos demandan más atribuciones y todos creen que la República depende de su trabajo. Es por eso que los funcionarios del Ministerio del Interior están en constante disputa con los del Ministerio de Justicia, y los de la Dirección de Presupuestos terminan enfrentados con prácticamente todos los demás.
Sin embargo, hay una excepción curiosa: el Tribunal Constitucional (TC). Ahí, desde hace un tiempo, los ministros parecieran no querer tener más atribuciones, sino menos. Cuando en 2005 la Corte Suprema perdió la atribución de declarar inaplicables las leyes contrarias a la Constitución, el Tribunal Constitucional asumió este rol con determinación, convirtiéndose en un tribunal especializado en inaplicabilidades. Así, año tras año, las acciones de inaplicabilidad han representado más del 90% de los casos ingresados al TC.
“En el Tribunal Constitucional, desde hace un tiempo, los ministros parecieran no querer tener más atribuciones, sino menos”.
No obstante, algo parece haber cambiado. Mientras que en 2021 el Tribunal Constitucional admitió a trámite el 82% y acogió en definitiva el 86% de las acciones de inaplicabilidad presentadas, en 2023 estos porcentajes cayeron a un 65% y un 30%, respectivamente. La última modificación de la ley de control de armas, que generaba un número considerable de causas, explica parte de esta disminución, pero no justifica la totalidad de la caída. Así, el Tribunal Constitucional parece estar abdicando, al menos en términos cuantitativos, de la que ha sido su función principal: conocer las acciones de inaplicabilidad.
Este giro no es casual. En el debate político de la última década, el rol institucional del TC ha sido objeto de profunda controversia. Por un lado, están quienes sostienen que debe actuar como un contrapeso frente a los excesos del legislador, defendiendo los derechos de las personas. Por otro, quienes creen que es un enclave autoritario diseñado para obstruir la voluntad de la mayoría. Los defensores de esta última postura lograron plasmar su visión en el borrador presentado por la Convención Constitucional: una Corte Constitucional debilitada, encargada de ejercer las pocas atribuciones que se le otorgaron bajo el principio de “deferencia al legislador”. Al mismo tiempo, se otorgaba a los jueces de fondo la capacidad de aplicar e inaplicar leyes prácticamente a su antojo, respaldados por una chorrera de principios constitucionales consagrados para tal fin. Pero, tras la derrota en las urnas, se abrió otro camino para los detractores del control de constitucionalidad, más silencioso pero quizás más eficaz: la simple reticencia a ejercer dicha atribución, una vez que alcanzaron la mayoría en el pleno del TC.
Y así, hemos llegado a tener un Tribunal Constitucional que no cree en sí mismo, que se niega a ejercer sus atribuciones como guardián de la Constitución, y que se doblega frente al legislador soberano. Verdaderamente, una anomalía institucional digna de estudio.